Como manda la larga tradición de songwriters o escritores de canciones, los bares fueron el primer refugio para las canciones de Morau. Lugares muy apropiados, los bares, para medir el instinto de un músico, que debe dar lo mejor de sí mismo para atraer la atención de ese cliente que por casualidad se ha acercado al concierto. En el caso de Morau, sus armas estaban bien definidas desde el comienzo: lucidez para hacer canciones directas que ofrecen un retrato irónico de nuestra sociedad —siendo admirador de Billy Bragg y Woody Guthrie no podía ser de otra manera—, sensibilidad para describir los enigmas sentimentales en baladas dulces, y por último, pero no por ello menos importante, el humor, una cualidad que le aleja del habitual trascendentalismo en los cantautores. Aparte de una personalidad propia, Morau mostró desde sus inicios un encanto especial que le hicieron ser una dulce excepción en el panorama musical vasco.